24/8/08

París


Amor mío:

no puedo dejar de pensar en nuestro último encuentro en París, aún resuenan en mis oídos las notas de aquel acordeón y siento tu aliento tibio llevándome a la locura, esa locura que nos ata dulcemente y nos tiene atrapados en nuestros deseos.

Yo debía llegar al hotel, y esperar allí, en nuestra habitación, a tus indicaciones. Ver allí tus cosas me excitó... confieso que abrí el armario para buscar tu aroma, aunque la ropa allí dispuesta no me entregó más que un olor a limpio, a tintorería, que no era el que mi cuerpo retiene desde que te conocí. Tampoco la almohada lo hizo, y comencé a desesperarme. Fué entonces cuando llegó el botones con una nota tuya: en Maxim's a las 9. Hubiera preferido que fueras tú el que apareciera, pero sabía de tu gusto por las sorpresas y me apresuré a vestirme.

Llovía ligeramente en París, aunque era de agradecer pues el calor era sofocante. Tú ya me esperabas en una mesa junto a un gran ventanal mostrándonos París de noche. Te levantaste y me besaste la mano, sin apartar la mirada de mis ojos, sonriendo con esa sonrisa maliciosa, divertida, que me atrae tanto. Sin soltarme la mano, pediste al maitre unas ostras y champagne, el mejor, por supuesto. Yo sólo tenía hambre de ti, y tú, sabiéndolo, disfrutabas torturándome con aquella espera. Nos quedamos mirándonos, absortos el uno en el otro, besándonos y devorándonos sin aproximación alguna. Creo que hasta el camarero lo notó cuando nos trajo la cena. Ví como miraste las ostras y sonreiste ligeramente. Luego apretaste con firmeza el limon en tu mano, dejando caer unas gotas sobre ellas... sentí mi piel estremecerse. Acercaste tus dedos a una de ellas, y la acariciaste con suavidad, lentamente, para luego acercártela a tus labios, esos labios que tanto deseaba morder, e introducirla en tu boca. Mi cuerpo gritó, y sé que tú lo oías, amore. Repetiste la operación, pero esta vez conmigo. Cuando sentí tus dedos acariciando mis labios creí que podría desmayarme de placer, y sonreiste adivinándome. No pronunciamos palabra, no era necesario.

El champagne fué relajando mi tensión, hasta el punto de hacerme desear arrancar el mantel con todo lo que había encima, y amarte allí mismo. Tú lo intuíste y negaste con la cabeza. Pagaste y salimos de allí, de la mano. Caminamos hasta uno de los puentes sobre el Sena, donde me atrajiste hacia ti y me besaste ansioso, salvaje. Sentí tu sangre dispuesta a entrar en mi cuerpo, a confundirse con la mía. Y entonces... aquellas notas de acordeón que nos embrujaron hasta el lugar de donde provenían.

Era un pequeño local de Pigalle, lleno de humo de cigarrillos y parejas bailando, y sin pensármelo te conduje de la mano hasta la pista, donde nos abrazamos al son de la languidez de aquel viento. Los dos, bailando, muy pegados, contoneando nuestros cuerpos como si fueran uno, amándonos sin mirarnos. Agarraste mi barbilla, y clavaste tus ojos en los míos. Nuestras bocas se fundieron de nuevo, al tiempo que nuestros cuerpos iniciaban su propia danza... de pronto estábamos en mitad de la pista, solos, en silencio, con la luz de la luna bañándonos desde un pequeño ventanuco, y toda la gente del local formando un corro a nuestro alrededor, un corro silencioso, como si fuesen a contemplar una ceremonia sagrada.

Me besaste de nuevo, y fuiste bajando por mi cuello hasta el inicio de mis pechos. Lentamente fuiste desabrochando mi camisa ajustada, acariciando la curva de mis pechos con el dorso de tu mano. Yo te dejaba hacer, hipnotizada con tus movimientos, plena de deseo hacia ti, consciente del deseo de todos los que nos miraban, excitados, como si nuestro deseo fuera el humo que llenaba la sala. Miré al hombre del acordeón y supo lo que quería, y se apresuró a traerme su silla. Tú me sentaste y me tapaste los ojos con tu pañuelo. Sentir tu olor sobre mí me excitó sobremanera. Te arrodillaste, y fuiste bajando con pequeños besos por mis pechos, hasta llegar a mis pezones, que lamiste con destreza. Mientras tus manos subieron mi falda estrecha, dejando mis piernas al descubierto. Te imaginé contemplando el encaje de las mismas, y noté tus dedos estirando nerviosos las ligas, tensas sobre mis muslos. Yo comencé a jadear, tal era mi deseo de ti. No poder ver tus movimientos me hacía desearte aún más.

Entonces sentí tu aliento cálido junto a mi clítoris. Me toqué los pechos, ardiendo como toda yo, y escuché el ligero sonido de tu ropa cayendo al suelo. Y de pronto la sentí, junto a mis labios, rozándolos golosa, y abrí mi boca para atraparla y recorrerla con mi lengua. Mientras tú musitabas: "muy bien, zorrita mía, cómemela entera, como tú sabes" y yo la devoraba como si me fuera la vida en ello, mientras atraía tus nalgas hacia mí, apretándolas. "Basta ya", ordenaste. Y supe que venías a mí, directo a lamer mi clitoris que te esperaba mojado y anhelante... recliné mi cabeza hacia el respaldo de la silla, acariciándome los pechos, muriendo de placer, mientras tú me acercabas tus dedos para que los comiese como si de pequeñas pollas se tratasen... hasta que me corrí en tu lengua insistente, entre largas oleadas de placer.

El acordeón paró, y comenzaron a escucharse una especie de tambores africanos. Me cogiste de la mano, para izarme, y susurrarme al oído: "Ahora te voy a follar bien follada, todos lo esperan, no me defraudes". Me llevaste hasta lo que debía ser una mesa, donde me pusiste boca abajo. Sentí tus manos amasando mi culo, y me sentí de nuevo toda sexo. Aproximaste tu miembro erecto al espacio entre ambas, donde empujaste suavemente intentando hacerte camino, mientras con la otra mano frotabas mi clítoris. Me penetraste y deseé que tuvieras dos penes. Cada embestida aumentaba mi deseo, hasta límites insospechados. Saliste de mí, y noté como los que nos observaban contenían la respiración. Me volteaste sobre la mesa, besando mi boca, mis pechos, para penetrarme de nuevo, y convertirte de nuevo en mi dueño, dueño de mi erotismo, de mi sexo, de toda yo.

A punto de corrernos, me incorporé para abrazarme a tí, sentirte entero dentro de mí, y ser uno mientras los espasmos nos recorrían y fundían. Bebí de tu boca, que me mordisqueó. Oirte susurrarme "muy bien, preciosa... eres única", endureció mis pezones... lo notaste y supe que te divertía. Entonces te volviste hacia los que nos contemplaban: "Mi amada quiere más, y yo estoy agotado. ¿Algún voluntario?". El silencio era atronador. Debieron levantar la mano varios, porque tú me quitaste el pañuelo para que eligiera. Sabía que te excitaba, y me decidí por un jovencito. Él se aproximó tímidamente, como pidiéndote permiso, y tú se lo concediste. Aproximó su polla hacia mi boca, pero no tuve tiempo ni de abrirla, pues se corrió sobre mis pechos. Tú le apartaste con una mueca de fastidio, y me limpiaste con el pañuelo empapado en champagne. Nos miramos y sonreímos. "Te deseo de nuevo" susurraste. Y abrazándonos, nos fuimos, corriendo bajo la lluvia ligera del cielo de París, hasta nuestra habitacion de hotel, donde seguimos amándonos hasta el amanecer, muriendo el uno en el otro.

Cuento los días para nuestro próximo encuentro, amore. Tuya, June.

Foto: Helmut Newton

No hay comentarios: